domingo, 25 de septiembre de 2011

Comentario í: Un hombre y su perro


Comentario í: Un hombre y su perro
Ojala esta historia tan sencilla como real, sea del gusto del amigo Penayo, y nos beneficie con la publicidad gratuita que significa su lectura. La cosa comienza con una reflexión filosófica: Hay mujeres que no comprenden, ni valoran la profunda amistad que puede existir entre un hombre y su perro. Y. ocurre esto, porque para el hombre, el tener un perro, es tener un amigo; para la mujer, tener un perro, es tener un chiche. Por eso el hombre prefiere el gallardo pastor alemán, o el musculoso bóxer, o el fiero doberman, Y la mujer, el inútil pekinés o el afeminado caniche. Es más, el amigo es para toda la vida, el chiche se desecha cuando es viejo, o cuando cansa. Tal es el telón de fondo de las luchas de don Andrés con su mujer. Don Andrés amaba a su perro, un pastor alemán, pero a su mujer el can le tenía harta: echaba pelos en la alfombra, hacia sus necesidades en el jardín, regaba las plantitas con el resultado opuesto a un riego con agua, y cuando hacia frio, arañaba las puertas por la noche y gemía, pidiendo entrar a guarecerse. Don Andrés tenía en su perro a un verdadero amigo, y a los amigos no se les aleja por, los plagueos de una consorte malhumorada. De modo que don Andrés, pese a todo, gozaba de, su felicidad de sacar a pasear a su perro, entresemana por las calles del barrio, los domingos por el Botánico, sonriendo cuando lo veía al animal borracho de espacio y de libertad, corriendo desaforado de aquí para allá, y ocasionando algún problema como cuando se metió en el cercado de los irritables búfalos ofreciendo pelea, con el resultado de que el perro casi muere aplastado y don Andrés pagó una multa. Y sucedió que un día el perro tuvo una pelea con un perro callejero y sufrió una terrible mordedura en el costado. Tuvo la mejor atención médica, perdón, veterinaria, pero la herida era maligna, no cerraba, no cicatrizaba. Y el pobre animal se arrastraba por la casa, oliendo mal, atrayendo a las moscas y alimentando con asco, la furia de la consorte. Por fin, don Andrés se rindió a la realidad. Su perro tenía que ser sacrificado. Su señora lo exigió y el veterinario se lo recomendaba. Claudicó. Le puso aquel arnés que le ponía en los paseos y exploraciones, y salió afuera, seguido dócilmente por el perro. Y tenía don Andrés, llevando a su perro, el aire derrotado del hombre que lleva al cadalso a su mejor amigo, y el perro enfermo ignorante de su suerte, un poquito de la alegría de un domingo por la mañana
Mario Halley Mora - MHM

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