sábado, 1 de octubre de 2011

Comentario í: La inocencia de la infancia

El hombre tuvo una niñez feliz, compartiendo una gran casa quinta en la periferia de la ciudad de entonces, ubicada sobre la calle Amambay, con su madre y hermanos. Su padre se había marchado del hogar, pero aún  así, la familia, en tomo a la madre, era unida y se manejaba dentro de recursos limitados, pero no angustiosos. La felicidad de aquel niño que fue, estaba hecha de una temprana comunión con la Naturaleza. El gran patio de la casa tenía un mangal, e infinita variedad de otros árboles frutales, aguacate, lima de persia, nispero, guavirá, yvapuru, aguaí que era el frondoso escenario de las asambleas de los guyrau y de los chovy, e incluso, tres gigantescos ejemplares de "pomarrosa" de perfumados frutos que ya no se ve en la ciudad. El niño amaba cada rincón da aquella floresta, recorría senderos secretos, sabía dónde las gallinas casi salvajes y sueltas de la heredad hacían su nido en el yuyal y empollaban sus huevos. Para sus cinco años, aquello era lo más parecido al paraíso. Pasó el tiempo, mucho tiempo. La familia se dispersó, la madre murió, como algunos de los hermanos, y aquella propiedad, en un algún momento de angustia, fue malvendida por la madre. Hoy, aquel niño de cinco años es un hombre que está alcanzando sesenta, y piensa en la felicidad como en un retorno al tiempo feliz de la infancia. Como tiene recursos económicos de cierto desahogo, buscó una quinta para comprarla, y la encontró a cuarenta minutos de automóvil de la ciudad. Sus dimensiones son casi las mismas que la de su Infancia, los árboles frutales abundosos y variados, y lo que en su niñez fue un aljibe en la actualidad es un manantial. Alambro, plantó nuevos árboles, dejó crecer libremente la maleza, edificó una casa sobre el mismo modelo que la de su infancia, compró gallinas, de las criollas, mestizas y descastadas que en aquel tiempo sin industrias avícolas de pechugones se criaban en los patios asuncenos y las dejo en libertad en la quinta, y por fin, hasta adquirió un perro de la misma raza que Yeb, él amigo de su niñez y lo nombro cuidador de la heredad. En suma, reprodujo el universo feliz donde pasó las horas más dichosas de su vida. La única diferencia, es que ya no tiene cinco años, sino cerca de sesenta, pero para su felicidad, ha conservado a pesar de los golpes de la vida, la inocencia visceral implícita en todo ser humano que ama la Naturaleza, y en ella vive y con ella goza de las alegrías de vivir. De modo que la edad no importa, es sencillamente un ser humano que hallo felicidad completando un circulo que le devuelve a la inocencia de su infancia, Y que más puede pedir
Mario Halley Mora - MHM

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